jueves, 8 de marzo de 2012

La vida y la muerte



Mirar detenidamente la foto de un neonato grave, orointubado, sondeado, multipuncionado, tan pequeño, tan indefenso, tan frágil, me hizo pensar profundamente en la labilidad de la vida, en la lucha intensa y dramática que batallan los enfermos. Y en la trascendencia del ejercicio médico, y del empeño y el leal esfuerzo del personal que le apoya: es a saber, las enfermeras, el personal de laboratorio de análisis clínicos, los de diagnóstico por imagen. Todos, como responsables directos del cuidado de los enfermos, grandes y pequeños. Sin dejar fuera al personal que se ocupa de las labores menos reconocidas y quizá menos agradables, pero no menos importantes, como el que realiza el personal de limpieza y los intendentes, y ordenanzas. Pero sobre todo, reflexioné sobre la vida, la muerte y Dios.

La vida y la muerte, los dos extremos de la existencia que podemos certificar. Procesos, sucesos, eventos, experiencias gratas o sufrimientos profundos, intensas emociones que atesoramos como lo mejor que podemos poseer, si bien lo inmaterial, lo meramente afectivo, son bienes tan inconmensurables, como efímeros, que atesoramos en un arcón virtual escondido en un lugar ignoto del corazón, o si se prefiere: de la mente, supuestamente asentado en alguna circunvolución del cerebro.

La vida y la muerte son esas intangibles sustancias, materia prima sobre la cual los médicos trabajamos afanosos. En ocasiones por amor al prójimo, en otras como un modus vivendi por el cual apostamos nuestra propia vida y esfuerzos. En otras, por mero orgullo y egocéntrica soberbia humana. Porque los médicos, somos humanos, y no ángeles, en el sentido místico de la palabra ángel. Ni apóstoles en el sentido religioso del término apóstol. Aunque si analizamos estos sustantivos, desde las palabras hebreas que las originan, respectivamente: [Malaj en el así conocido Antiguo Testamento; y Shliaj, en el Nuevo Testamento según se conoce en Occidente] ambos sustantivos son sinónimos en la práctica.

Entonces sí, los médicos: somos apóstoles (enviados) y también somos ángeles (es decir: mensajeros), en ocasiones de Dios, y en otras, solamente, agentes formados en Universidades, y en hospitales, a fuerza de desvelos, de renunciar a tener vida propia, familia, esparcimiento. Renunciando también a gozar del reposo corporal a horas biológicamente humanas. Al abdicar al yo, al interés personal, al justo emolumento, a la propia salud, al interceder a favor de otro, la Medicina, se vuelve sacerdocio, ministerio del cual el médico se convierte en diácono, tratando de impedir que el deudo, o el desahuciado, en su dolor o en su desánimo, pierdan la fe en Dios. Y es que solamente Dios, tiene en sus manos las llaves de la vida y de la muerte.

Por ello, el oficio médico es tan ingrato al final. Dudo que haya algún médico que no haya sido testigo alguna vez, de un enfermo moribundo, que sana contra todo pronóstico, en tanto que otro, a punto de sanar, muere repentinamente a pesar de recibir la mejor atención y cuidados de la Ciencia. Por tanto, el resultado final del quehacer del médico está más allá de sus conocimientos y destrezas, cuando es Dios, quien dictamina el resultado. Por supuesto que hay médicos más diestros que otros, así como hay abogados más capaces, u operarios más productivos, o secretarias más eficientes. Pero aun los médicos más prodigiosos y eminentes, verán con resignación, morir a más de un enfermo grave, una vez que se rebasan los límites del hombre.

La vida y la muerte, los dos extremos de un proceso al que denominamos existencia. Extremos que somos capaces de mirar objetivamente como una realidad que nos afecta. Proceso cuyo devenir, artificiosamente fortuito y caprichoso, es el resultado del concurso de factores aparentemente inconexos, aleatorios, de los cuales depende lo mismo: que una destreza superior se manifieste o que una enfermedad aqueje a un individuo. En tanto que los mismos factores conjugados de manera similar, no llevan necesariamente al mismo resultado en otro sujeto.

La vida y la muerte; nos debieran llevar a reflexionar que: aun poniendo en duda lo que las religiones pregonan y enseñan como dogmas incuestionables; la existencia tiene una razón de ser, que el conocimiento humano no logra desentrañar, y un propósito, que corresponde a cada cual definir conforme los dictados de su corazón y de su razón, al margen de toda insinuación mística enajenante, y de toda soberbia y necedad humana.

Dr. Carlos Fernando Herrera López

Médico

Es decir:

(Ya'akov Ben Tzyion)

Creyente

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